Emilio La Parra.
Fernando VII.
Un rey deseado y detestado.
Tusquets. Barcelona, 2018.
Deseado y detestado, protagonista de un agitado periodo histórico al que Galdós dedicó la segunda serie de los Episodios Nacionales. Un convulso cuarto de siglo, de 1808 a 1833, en el que se suceden conspiraciones e intrigas, gobiernos y camarillas, traiciones y juramentos falsos que jalonan la trayectoria de quien acabó siendo un tirano que encabezó dos golpes de estado anticonstitucionales, restauró el absolutismo e instauró el terror de 1824.
Entre esos dos momentos, un periodo repleto de conflictos políticos, de golpes de estado en los que participó o de los que fue víctima, su enfrentamiento con Godoy, la conspiración de El Escorial y el Motín de Aranjuez, el acceso al trono el 19 de marzo de 1808 tras la abdicación forzosa de Carlos IV, la renuncia en Bayona ante Napoleón, ante quien tuvo un comportamiento servil y cobarde, la restitución de la monarquía absoluta con el golpe de Estado de mayo de 1814, la represión contra los liberales constitucionalistas y los afrancesados, la pérdida de América, el juramento en 1820 de la Constitución, que traicionó poco después con su papel como director de la contrarrevolución, su inhabilitación tras el fracaso del golpe del 7 de julio de 1822, su vuelta al poder de la mano de los Cien mil hijos de San Luis y el ejercicio tiránico de su poder como monarca absoluto durante la década ominosa.
Fernando VII se preocupó mucho de su imagen y por eso fue también -sobre todo al principio de su mandato- un rey imaginado, el rey deseado que quiso parecer próximo a sus súbditos, que vieron en él la imagen del bien frente a Godoy y Napoleón.
Sin embargo, los hechos revelan una y otra vez su debilidad de carácter, su cobardía y la capacidad para la intriga y las maniobras que le llevaron una y otra vez a traicionar su palabra y a la nación, su astucia para servirse de sectores ideológicos contrapuestos, su falta de escrúpulos para defender sus propios intereses al margen de los de los españoles.
Es “un caso de difícil defensa”, como escribió Carlos Seco Serrano, porque pocas figuras históricas habrán suscitado una unanimidad semejante en la valoración negativa de su figura. Y por eso “a partir del destronamiento en 1868 de su hija y sucesora Isabel II, y en algunos casos incluso antes, los españoles intentaron eliminar de los espacios públicos el recuerdo de Fernando VII.”
Pese a su constante preocupación por cuidar su imagen, su aspecto físico no le ayudaba: “Fernando VII – escribe Emilio La Parra) fue un hombre de mediana estatura, corpulento (en 1821 pesaba 103 kilos) /…/ Gran comilón, su obesidad fue en aumento con el tiempo, circunstancia que su pintor preferido, Vicente López, no pudo ocultar. En los excelentes retratos realizados por este artista se observa la creciente obesidad, la pérdida de cabello y el prematuro envejecimiento del monarca, cuyo aspecto es cada vez más abotargado.”
Y menos aún le favorecía su personalidad: “Los historiadores destacan como rasgos dominantes de la personalidad de Fernando VII el disimulo, la desconfianza, la crueldad y el espíritu vengativo. Era capaz de soportar en silencio todas las humillaciones, «incubando un odio que aflorará en forma de venganza cuando llegue la hora del triunfo». Un hombre terco, cabezón y muy consciente de su elevada condición según La Forest, temeroso ante el poderoso y cruel con el inferior, desconfiado ante todo y ante todos.”
De la condición del personaje da cuenta el hecho de que, tras haber sido obligado a abdicar por Napoleón en Bayona, diera muestras -retenido ya en Valençay en plena Guerra de la Independencia- de una sumisión vergonzosa y de una bajeza moral incomprensible: mientras extorsionaba a sus compatriotas, felicitó a José Bonaparte que había usurpado la corona española, celebró las victorias francesas en España, pidió al emperador que lo aceptara como hijo adoptivo y le rogó que lo considerase como un príncipe francés
“Uno de sus contemporáneos más críticos –añade La Parra-, el sacerdote liberal García Blanco, lo describió como «un bípedo de gran potencia, atronado y atrevido […], grande sólo de cuerpo y de facultades corporales; en todo lo demás y en pensamientos, escaso; muy vulgar al expresarse y proceder». Con más o menos variantes, ninguna de ellas sustancial, esta es la caracterización del monarca que ha prevalecido.”
Santos Domínguez