Pablo D’Ors.
El estupor y la maravilla.
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2018.
Cada vez entiendo menos por qué se visitan los museos tan deprisa, por qué se afanan todos en mirar el mayor número posible de cuadros si la mejor forma de ver un museo -cualquiera que sea- es contemplar un solo cuadro, sólo uno. En este sentido, mi Álbum del equilibrista no es, simplemente, un homenaje a El equilibrista de Paul Klee, sino a todo el museo e, incluso, a todos los museos del mundo y -no exagero- al arte en general. Quiero decir que la mejor forma de conocer muchas cosas es atender sólo a una. O, dicho de otra manera, que el mejor consejo que puede darse a quienes quieren conocer el mundo es que se queden en su casa. Para conocer el mundo, es sabido que no hay nada peor que viajar: los viajes son, precisamente, lo que más nos impide hacernos una idea del mundo. Cualquier viajero experimentado sabe que el atractivo de los viajes radica en que, por este medio, se consigue no estar en ningún sitio.
Construida como las memorias del sesentón Alois Vogel, después de un cuarto de siglo como vigilante del imaginario Museo de los Expresionistas de Coblenza, El estupor y la maravilla es un constante ejercicio de aprendizaje de la mirada, de contemplación y de introspección en el que se combinan la observación y la meditación, los sentidos y la inteligencia, lo exterior y lo interior, lo visible y lo invisible.
Son las memorias del espectador privilegiado que es Vogel, especialista en el cuadro El equilibrista, de Paul Klee, que es el que figura en la portada, a fuerza de observarlo durante los diez años que lleva en la sala dedicada a ese pintor.
Es una de las siete salas que centran las siete partes en las que se articula la novela, enmarcada por dos capítulos de entrada y dos de salida y recorrida por la mirada solitaria y sutil de un hombre ensimismado en su mundo interior, metaforizado en las salas del museo, en las que la imaginación se impone a lo trivial desde la atención a lo pequeño, a lo insignificante, a lo que Ortega llamaba primores de lo vulgar a propósito de Azorín.
Lo resume el vigilante en estas líneas: de esto es de lo que he querido hablar en este libro: de la perla que se esconde dentro de lo cotidiano, del milagro de lo banal.
Y esa mirada a lo pequeño se afirma también en estas palabras del narrador que resumen su punto de vista, su manera de estar en el mundo y de mirarlo:
Y así va deslizándose también la mirada del lector por el asombroso mundo de lo pequeño que se evoca en un capítulo de estas páginas inolvidables: entre la belleza y la bondad, entre el humor y la humildad, entre el estupor y la maravilla, una equilibrada manera de estar en el mundo:
La imaginación o riqueza interior es una cualidad muy beneficiosa para hacer frente a la soledad que suele comportar la vigilancia. La fantasía que he logrado desarrollar durante estos veintiséis años, como el ya mentado sentido de la observación, es también monstruosa. Y es que he llegado a un punto en el que todo –hasta lo más pequeño, sobre todo lo más pequeño– me produce un hondo estupor. Ante cualquier cosa que vea, toque, guste, oiga o huela, me sobreviene la impresión de estar ante una maravilla y eso es lo que he descubierto en estos años: el estupor y la maravilla.
Santos Domínguez